Rompen las olas contra la arena mojada, mientras mi cubo y yo nos acercamos a la orilla con andares de pato. El sol se va acercando al horizonte, y la brisilla anuncia que pronto tendré que volver a casa y decirle adiós a otro día de playa.
Vaya, parece que mis padres siguen charlando, sentandos en las toallas. Vuelvo a concentrarme en el castillo que estoy construyendo, en sus almenas y sus murallas.
No sé cuánto tiempo llevo afanada en mi tarea, porque este lugar no admite relojes. Solo sé que mi madre ha aparecido varias veces, dos de ellas para embadurnarme de crema los hombros y la espalda, la tercera para ponerme una visera, porque decía que se me iban a derretir las ideas.
Ahora mi gorra está llena de arena, porque no paro de sujetármela con la mano derecha, para que no se me resbale y salga volando como una cometa. Huelo a playa, y cuando me paso la lengua por los labios encuentro granos de sal.
Mañana haré una escultura con el cubo, la pala y los moldes de estrellas de mar. Igual me queda como esas tan chulas que le vi hacer a un artista cuando estuvimos de vacaciones en Málaga, aunque el del tiempo ha dicho que va a llover.
Mi padre está sacudiendo su toalla, y mi madre me está haciendo gestos para que vaya. Qué pena, tenía casi acabados los pasadizos del castillo. Como siempre, escribo mi nombre en la arena antes de irme. Es una forma de decir que he estado allí, aunque luego la marea venga de puntillas y lo engulla.
Voy despacio hacia donde mi familia me espera impaciente. Todavía hay algo de luz, y tiene un color parecido al amarillo de los semáforos. Ámbar, creo que se llama. Áaaambar, con tilde en la primera a. Me gusta esa palabra.
Cuando llegue a casa, llenaré la bañera de espuma y echaré sales de baño azules para que parezca que son las olas del mar. Después quizá me lleven a cenar por ahí.
Miro atrás por última vez. Mi fortaleza sigue en pie, aunque sé que mañana será como si nunca hubiera existido. Pero para eso todavía queda mucho.