Señalando enfadada al culpable, María empezó a pegar voces. Sito pensó que todo el edificio la estaría oyendo; tal vez, incluso, la ciudad entera. Hasta sentía el suelo vibrar, tal era la potencia de las cuerdas vocales de su madre. ¡Ja! Por lo menos, esa vez, el culpable no era él, sino un niño un poco demacrado que estaba aguantando aquel rapapolvo sin haber hecho nada. ¡Pobre infeliz!
En realidad, había sido Sito el que había amañado la escena para que pareciera que lo habían tirado del columpio. ¡Si hasta le había pedido a aquel enclenque que le empujara más fuerte! Lo importante era ver a aquella mujer, la que lo había parido, luchando a brazo partido por él, su hijo, y no ser siempre el blanco de la atronadora vibración de su voz, de la vertiginosa inclinación de sus cejas fruncidas, de la descomunal dilatación de sus pupilas…
De vuelta a casa, mientras su madre lo llevaba agarrado de la mano con paso firme, Sito no paró de cantar feliz: «El culpable no era yo, mamá, el culpable no era yo».
La risa un poco ronca y una barba que siempre pincha. Esos son los atributos más destacables de la tía abuela Julia, la hermana menor de mi abuelo materno. Desde que él vive en nuestra casa, ella nos visita cada sábado. Justo a la hora de la siesta, se atrinchera en el sofá y da órdenes a mi madre con su voz de cazallera: “Marisa, un café con hielo. Y con un chorrito de güisqui”. Después, me obliga a sentarme a su lado y saca de la cartera las fotos de su juventud. Cada vez me parezco más a ella.
Rompen las olas contra la arena mojada, mientras mi cubo y yo nos acercamos a la orilla con andares de pato. El sol se va acercando al horizonte, y la brisilla anuncia que pronto tendré que volver a casa y decirle adiós a otro día de playa.
Vaya, parece que mis padres siguen charlando, sentandos en las toallas. Vuelvo a concentrarme en el castillo que estoy construyendo, en sus almenas y sus murallas.
No sé cuánto tiempo llevo afanada en mi tarea, porque este lugar no admite relojes. Solo sé que mi madre ha aparecido varias veces, dos de ellas para embadurnarme de crema los hombros y la espalda, la tercera para ponerme una visera, porque decía que se me iban a derretir las ideas.
Ahora mi gorra está llena de arena, porque no paro de sujetármela con la mano derecha, para que no se me resbale y salga volando como una cometa. Huelo a playa, y cuando me paso la lengua por los labios encuentro granos de sal.
Mañana haré una escultura con el cubo, la pala y los moldes de estrellas de mar. Igual me queda como esas tan chulas que le vi hacer a un artista cuando estuvimos de vacaciones en Málaga, aunque el del tiempo ha dicho que va a llover.
Mi padre está sacudiendo su toalla, y mi madre me está haciendo gestos para que vaya. Qué pena, tenía casi acabados los pasadizos del castillo. Como siempre, escribo mi nombre en la arena antes de irme. Es una forma de decir que he estado allí, aunque luego la marea venga de puntillas y lo engulla.
Voy despacio hacia donde mi familia me espera impaciente. Todavía hay algo de luz, y tiene un color parecido al amarillo de los semáforos. Ámbar, creo que se llama. Áaaambar, con tilde en la primera a. Me gusta esa palabra.
Cuando llegue a casa, llenaré la bañera de espuma y echaré sales de baño azules para que parezca que son las olas del mar. Después quizá me lleven a cenar por ahí.
Miro atrás por última vez. Mi fortaleza sigue en pie, aunque sé que mañana será como si nunca hubiera existido. Pero para eso todavía queda mucho.
– ¿Te puedes creer que la fiesta no fue un éxito? Clara la había preparado con tantas ganas… Era la primera vez que celebraba su cumple con otros niños –Ana, su madre, se recolocó el teléfono entre la oreja y el hombro derecho para seguir hablando mientras daba la vuelta en la sartén a los filetes de la cena y encendía la campana extractora–. La primera vez, de hecho, que algún amigo suyo venía a visitarla. – ¿Y qué pasó, hija? –preguntó Manuela, la abuela de Clara. – Que invitó a toda su clase. Les dijo que iba a organizar un guateque, aunque creo que la mayoría ni se enteraron de lo que quería decir con eso, y que tenían que ir disfrazados de lo que quisieran… – Bueno, y se disfrazaron, ¿no? – Sí, sí, disfrazados estaban, pero ésa no es la cuestión. El problema es que la niña pensó que su fiesta les encantaría: preparó conmigo sándwiches, pinchos de tortilla, pizza y hasta una tarta de chocolate… ¡Yo sólo le ayudé a hornearla! Hasta se empeñó en hacer ponche sin alcohol, como en las pelis americanas…
– Ay, tanta porquería. Qué empacho… –la interrumpió Manuela. – Mamá, que te me vas por los cerros de Úbeda. Iba a decir que, además de todo el condumio, habíamos preparado el salón para que pudieran merendar y bailar a gusto. Mi hija se pasó horas seleccionando música –continuó Ana, sacando los filetes de la sartén y apilándolos en un plato. – ¡Vamos, que preparasteis el pack completo! – Efectivamente. Quería que bailaran, que les gustara la merendola, que se relacionaran entre sí… Y los chiquillos de diez años todavía no disfrutan de eso. Qué pena de mi Clara, disfrazada de bola plateada de discoteca… ¡Con lo guapa que estaba! –exclamó Ana, compungida.
– Jesús, pero, ¡¿qué pasó?! –respondió su madre–. ¿Rompieron algo, le hicieron algo a la niña?
– No. Fueron a lo suyo, simplemente. Algunos se pusieron a jugar con la consola, otros se quedaron quietos cerca de la comida, no fuera a ser que se la robaran, y un grupo de niñas, todas ellas disfrazadas de Campanilla, empezaron a hacer el pino puente, el spagat y otros ejercicios peligrosos para sus piños y para mis muebles. De hecho, en un giro casi le parten la nariz a Gonzalo, el nieto de tu vecina Ana Mari.
– ¿Y tú no pusiste un poco de orden, hija?
– Yo habría organizado algún juego, pero no veas en qué plan está Clara últimamente. Que la celebración saliera mal la tenía asustada, pero que yo mediara la aterrorizaba. Así que nada, la dejé a su aire. – ¿Y qué hizo? – Al principio intentó que los rebeldes de la consola, los tragones y las gimnastas acrobáticas dejaran lo que estaban haciendo… Pero ya te digo que la cosa no pitaba –suspiró Ana, mientras llevaba la carne a la mesa del comedor y le indicaba por señas a su marido que había puesto un tenedor de más y un cuchillo de menos. – Y entonces… – Entonces, hizo algo que me sorprendió. Cogió el iPod, buscó la canción esa de “volaré, o-oh, cantaré, o-o-o-oh”, la puso a todo volumen y ahí que se puso a saltar y dar vueltas. Parecía, talmente, una bola discotequera.
– Qué salada es mi nieta. – Ya ves. Yo esperaba que al verla tan entusiasta el resto se le uniría, pero siguieron a lo suyo. Ella, de todos modos, continúo baila que te baila; es más, cuando los niños se tuvieron que ir a casa, me ayudó a recoger las sobras del banquete, retiró las mesas y me pidió permiso para seguir con su música otro rato más. – Parece que al final se lo pasó bien y todo… – Sí, eso parece porque esta tarde, al volver del cole, va y me dice toda seria: “Mami, no sé por qué tenía tanto miedo de que el cumple saliera mal. Hoy todos me han dicho que se lo pasaron bomba”. A mí lo que me tenía preocupada era qué tal se lo había pasado ella, así que le contesto: “¿Y tú, cariño? ¿Tú qué tal lo pasaste?” Y ella va y suelta: “¡Como nunca!” Así que ya ves, mamá: parace que, al final, ella solita se apaña. – Pues claro que sí, ¡pero si ya es una moza! –remachó Manuela. – Sí, tal vez tengas razón. Gracias, mamá –dijo Ana, con una sonrisa de alivio. – De nada, hija. ¡A mandar!
Ella deseaba morir. Yo lo sé. Y no son palabras de consuelo que me dirijo a mí misma, porque su muerte me ha dejado tan fría como las aguas del lago Kawaguchi, donde hallaron su cuerpo apuñalado. No se puede querer a una madre a la que apenas se ha visto. La tía Kiyo me mira con cara de extrañeza, como si pensara que el vínculo sanguíneo que me une a su difunta hermana, la escritora Ayako Higeshiro, me llevaría a verter lágrimas por la pérdida, pero lo único que me entristece es conocer este lugar tan bello en estas circunstancias.
Estoy en un ryokan [1] cercano al monte Fuji. Antes he salido al jardín y he conseguido ver su pico nevado, aunque las nubes lo han enturbiado rápidamente. Kiyo pasa el tiempo en la habitación y ni siquiera se anima a bañarse en las aguas termales del hotel. Dice que yo tampoco debería hacerlo, por respeto a mi madre. Esta estuvo alojada en la habitación de al lado hasta el pasado martes, cuando la descubrieron flotando en el lago. Con ella estaba el señor Tanaka, su actual pareja, que quiere volver a Tokio en cuanto terminen los interrogatorios policiales. Es uno de los principales sospechosos, ya que se rumorea que tenía una relación amorosa con Rina Sawai, la editora de mi madre. Ambos podrían haber decidido acabar con su vida para quedarse con su herencia y acelerar las ventas de su último libro.
Si ese es el caso, el señor Tanaka ha disimulado muy bien su sorpresa al descubrir que yo, Akari, soy la única heredera de Ayako Higeshiro. De hecho, él ni siquiera sabía que yo era su hija, porque ella siempre se había referido a mí como “mi bella y formal sobrina Akari”. Desde muy pequeña, yo había sabido que Ayako era mi madre y que no había querido hacerse cargo de mí. Al principio, la razón fue que era demasiado joven para cuidar de un bebé; después, cuando conoció a su primer marido, el empresario Kazuo Higeshiro, el motivo fue que él jamás se casaría con una madre soltera. Mi tía Kiyo renegó durante largo tiempo del egoísmo de su hermana menor, pero en el fondo deseaba quedarse conmigo, porque había enviudado sin poder engendrar un hijo.
Así pues, a efectos prácticos, Kiyo se convirtió en mi madre. Cuidó bien de mí, aunque nunca se atrevió a mostrarme demasiado afecto, como si al hacerlo le usurpase a Ayako el rol materno que esta nunca había reclamado. Con seis años, me contó la verdad. Ella era mi tía, y mi verdadera madre vivía muy lejos, en Londres, en compañía de un hombre muy rico. Al oír aquello, una enorme soledad se aferró a mi cuerpo infantil. La soledad dio paso a la rabia, que hasta el final de mi infancia volqué en la buena tía Kiyo.
Después, mi ira se evaporó. Dejé de perseguir el sueño de una madre que solo habitaba mi cabeza. Ayako nos visitó un par de veces y yo interpreté el papel de la bella y formal sobrina Akari. Ella, a su vez, fue la tía elegante, la escritora que empezaba a despuntar, la que vivía un ideal que a los demás nos estaba vedado. Tardé muchos años en leer un libro suyo, porque pensaba que al levantar la cubierta aparecería burlona la imagen de una mujer triunfadora, radiante a pesar de haberme abandonado. Solo lo hice cuando Genki, mi primer novio, me leyó un fragmento de la que él denominaba su escritora favorita. Aquella prosa de azules y grises fue un bálsamo que recubrió mi ánimo apagado, como si hubiera encontrado un alma capaz de disolver su tristeza con la mía.
Ella deseaba morir, aunque han sido otros los que han destruido su cuerpo. Me lo dice el vacío que se cuela entre las páginas de sus novelas, la melancolía que aquella mujer trataba de mitigar a través de la escritura. Para mí, la muerte de Ayako Higeshiro no significa nada; son sus palabras las que me reconfortan como la madre que nunca tuve, y estas se quedarán conmigo para siempre.
[1] Alojamiento tradicional japonés, habitualmente empleado como hospedaje de lujo. Sus habitaciones suelen incluir un piso con tatami, baños termales colectivos y sofisticada cocina típica.
Verdes, amarillas y rojas, por supuesto. Incluso marrones. Pero, ¿azules? Era la primera vez que Carlos veía manzanas azules. La abuela Teresa le estaba mostrando orgullosa su último cuadro, en cuyo centro destacaba un robusto manzano. Todo en él era azul: el cielo, los pájaros que batían las alas contra el viento, la hierba, el tronco del manzano, sus hojas y su carnoso fruto.
– Abuela, ¿por qué todo es azul? ¿Es porque tus ojos son azules?
Teresa rió mientras iba al cuartito que hacía las veces de estudio de pintura para enseñarle otro cuadro a su nieto. Esta vez, la imagen reflejaba un mar agitado por olas rojas que peleaban contra un cielo teñido de gotas anaranjadas. Carlos la miró asustado:
– No puede ser. ¿Cuando pintaste ese cuadro tenías los ojos del color de la sangre, como un vampiro?
– No, aunque hubiera estado bien –respondió la abuela. En realidad, tenía los ojos azules, igual que ahora.
– ¿Entonces? ¿Cómo podías ver las cosas rojas?
– Con el ojo de la mente. Gracias a él, puedo ver el mundo de mil colores diferentes. ¿Ves la mesa del salón? Pues a veces la imagino amarilla, otras veces color tierra, en algunas ocasiones en tonalidades oscuras… Es muy divertido.
– ¡Qué guay! –exclamó Carlos, achicando los ojos para ver si él también podía cambiar el color de los muebles.
– Sí, lo es. Pero no hace falta achicar los ojos para hacerlo, es suficiente con la imaginación. Seguro que, con práctica, tú lo haces mejor que yo.
– ¿Por qué, abuela?
– Bueno, verás: yo pasé tanto tiempo sin usar el ojo de la mente, que ahora no lo tengo tan despejado como cuando era joven…
– ¿Qué pasó? –la interrumpió el nieto, ansioso.
– Un día, en la escuela, mi profesora nos mandó dibujar una casita. Era el típico dibujo tonto que teníamos que hacer todas las niñas. Yo agarré entusiasmada todos los lápices: quería que las tejas del tejado fueran de colores, que la fachada fuera verde y que el cielo estuviera de color morado. Además, dibujé una luna gigante y roja, llena de cráteres.
– ¿Y luego? –preguntó Carlos, enganchado a la historia.
– Espera, ahora sigo, que contando esto me han entrado ganas de empezar otro cuadro.
Teresa volvió al cuartito arrastrando las zapatillas, y sacó de él un papel gigante enrollado como si fuera una alfombra. Después, lo desplegó sobre la mesa de la cocina, donde la esperaba sentado su nieto.
– ¿Qué es eso, abu?
– Lo llaman papel Guarro. Me sirve para hacer bocetos. Luego me baso en ellos para pintar el cuadro sobre el lienzo.
– ¿Guarro? ¡Ja, ja! ¡Si no está sucio!
– Verás cómo en seguida cambia eso. Con mis pinturas va a dejar de ser blanco en un abrir y cerrar de ojos.
Teresa dibujó un jarrón gigante, y después empezó a adornarlo con círculos verdes y amarillos. Carlos la miraba con admiración, porque él necesitaba el compás para que los redondeles no le salieran temblones.
– ¿Te gusta mi jarrón? Ahora mismo voy a llenarlo de tulipanes.
– Está muy bien, abuela, pero me tienes que seguir contando qué pasó con el dibujo de la casita –le reprochó Carlos.
– ¡Ay Dios, es verdad! Se me ha ido el santo al cielo. Bueno, pues pasó que la señorita Gutiérrez, mi profesora, se paró delante de mi mesa, miró el dibujo y lo cogió.
– ¿Y le gustó?
– ¡Qué va! –siguió Teresa, concentrada en su dibujo. Yo estaba convencida de que le iba a encantar, porque me había quedado realmente bien. Sin embargo, se subió a la tarima, enseñó mi obra a todas las demás alumnas y dijo: “Parece que Teresa tiene mucha fantasía. Luna roja, cielo morado, tejado de colores… ¿No creéis que alguien necesita gafas?”
– ¿Y qué contestaron tus compañeras?
– Se echaron a reír, por supuesto. Era lo que quería la seño, humillarme. Pobres tontas.
Mientras Teresa, sofocada por los recuerdos, iba al fregadero a por un vaso de agua, Carlos pensó en el ojo de la mente. Se lo imaginaba lleno de pestañas gigantes y azul como los ojos de su abuela.
– Ya estoy de vuelta –dijo la señora. Como te decía, aquellas ilusas se rieron de mí con la profesora, y yo me convencí de que tenían razón. Lo pasé fatal. Además, la señorita Gutiérrez rompió mi dibujo en cachitos y me obligó a repetirlo, pero esta vez con los colores correctos.
– ¿Y entonces, no volviste a hacer dibujos de colores? –preguntó el niño.
– Sí, y no. Dibujé casas, pero sus tejados eran rojos. Y el cielo siempre brillaba azul tras un sol amarillo. Todo muy aburrido. Digamos que me cerraron a la fuerza el ojo de la mente. No pongas esa cara de miedo, Carlitos. Ese ojo no es como los que tenemos encima de la nariz. No se puede ver, ni tocar.
– ¿Cuándo te lo volvieron a abrir? –dijo Carlos, demasiado absorto como para atender a la aclaración.
– Bueno, se fue abriendo poquito a poco hará cuarenta años, cuando apunté a tu tía Clara a clases de pintura. Un buen día, vino a casa con una acuarela en la que la imagen de unas flores se repetía con colores diferentes. ¡Imagínate! ¡Pétalos verdes sobre la hierba roja!
– ¡Qué bonito!
– Lo era, y Clara dibujaba muy bien. Me recordó tanto al dibujo que la señorita Gutiérrez me había roto de niña que me encargué de enmarcarlo y ponerlo en la sala. Tu tía me dijo que, si tanto me gustaba, me compraría un libro con cuadros de Andy Warhol, el artista en el que se había basado. Eso me animó a pintar de nuevo.
– ¿Entonces, Andy Warhol te salvó?
– Más o menos. A tu abuelo, que en paz descanse, no le gustó nada la idea de verme con el lienzo y los pinceles. Se ve que era un hombre un poco gris.
Teresa se quedó callada unos instantes, absorta en el recuerdo de su marido. Siempre puntual, siempre cumplidor, imponiendo su perfección al mundo. Se sentía culpable de pensarlo, pero a veces su ausencia la aliviaba. La vocecita de Carlos se encargó de devolverla a la realidad:
– Y entonces, ¿te prohibió pintar?
– Sí, y no. Mientras él vivió, sólo me dedicaba a mis cuadros cuando él no estaba en casa. Él sabía lo que yo hacía mientras se encontraba fuera, pero no decía nada. Era tan reservado, que aunque me viera el delantal lleno de manchas de pintura no decía ni pío. Sólo dejaba de hablarme durante un par de días.
– ¡Vaya duro, el abuelo! –exclamó Carlos.
– Sí, a su manera lo era. Parece ser que el ojo de su mente estaba cerrado a cal y canto.
– ¿Y el mío? ¿Está abierto, o está cerrado? –consultó Carlos, ansioso.
– Bien abierto, cariño –respondió Teresa mientras le atusaba el pelo. Siempre que tienes curiosidad por ver más allá de lo que hay a simple vista, el ojo de la mente brilla con intensidad, sin ninguna legaña. Y, por lo que puedo ver a través de tus ojos, tu mente es tan brillante como las estrellas azules.
– ¿Azules?
– ¿Por qué no? –concluyó la mujer. Estrellas azules. Y verdes, amarillas y rojas. ¡De todos los colores!
Solía ir al colegio andando. Soltaba bostezos que iban marcando el trayecto. Tres bostezos y la mujer que abría puntual la persiana del bar; cuatro bostezos y, del portal de las casas azules, la niña del lazo saliendo de la mano de su hermana mayor. Iban a un colegio cercano al mío. Bajábamos todos por la avenida de los diez bostezos, la más larga y gris a aquellas horas. Había mucha más gente, pero yo solo recuerdo un lazo que caminaba casi levitando, impulsado por el viento. La mayoría de las veces era rojo, aunque solía ser verde los jueves y azul los viernes.
No sé si aquella niña llevaba lazo los fines de semana, o si los adornos de su pelo reposaban dormidos en un neceser los sábados y los domingos. Me gustaba pensar que, esos días, su color podía ser dorado de felicidad, otornasolado como el arcoíris. Tampoco recuerdo muy bien su cara, ni la de su hermana. Las adelanté alguna vez, pero nunca miré hacia atrás. Ellas no me adelantaban nunca. Caminaban en silencio, ajenas a la prisa. Ni siquiera las escuché bostezar.
Ahora ya voy a la universidad. Salgo de casa y ando en dirección contraria al colegio. A veces me siento como un fugitivo, escapando de aquel pupitre y del camino de los bostezos. Pero entonces me acuerdo de un inmenso lazo que cubría paso a paso el recorrido. Pienso si esa chica habrá crecido, si saldrá ya sola del portal y surcará la avenida propulsada por su cinta de tela roja. Y entonces, en el lapso de cinco bostezos que tardo en llegar a mi nuevo destino, siento nostalgia de aquellos días.
Imagen extraída de: http://fashionandhappify.info/wp-content/uploads/2013/06/bow-cute-girl-hair-ribbon-Favim.com-85722.jpg
Luis lo vio de refilón mientras se acercaba al mostrador de Baltasar, y entonces cambió la dirección de sus pasos. No podía creerlo: aquel ajedrez de madera era idéntico al de su abuelo Julián. La robustez de sus piezas blancas y negras, la textura algo rugosa los cuadros del tablero, la estilizada forma de los peones… En su cabeza se entremezclaron trazos de las partidas que había jugado cuando era niño, y recordó la regla más básica, aquella que el abuelo Julián tantas veces le había repetido: “los reyes deben resistir, aguantar protegidos, pase lo que pase. Aunque pierdan todo su ejército”.
Ahora, treinta años más tarde, Luis encontraba aquellos reyes de madera en el local que tenía pensado alquilar a una cadena de peluquerías. Al fin y al cabo, Baltasar debía convencerse de que una tienda de antigüedades no era rentable en tiempos de crisis. Además, ya estaba a punto de jubilarse, y había disfrutado de su pasatiempo durante muchos años a un alquiler bastante bajo, mucho menor que el que ofrecían pagar los peluqueros.
Absorto en sus pensamientos, Luis no se dio cuenta de que Julia, la nieta del anticuario, estaba a su lado contemplando el ajedrez. Era una niña pequeña, no llegaría a los diez años, y su flequillo asomaba justo por encima de la balda donde estaba expuesto el juego.
– ¿Sabes jugar? –le preguntó Luis.
– Sí –respondió Julia, con voz cantarina–. El abuelo Baltasar me ha enseñado, aunque siempre pierdo. Me ha dicho que, sobre todo, me esfuerce en proteger al rey, y que así todo lo demás irá solo.
– Tu abuelo tiene mucha razón. Eres una chica lista, seguro que aprendes rápido.
– ¡Sí! Mi abuelo dice que soy como la reina, que puede ir a todas partes pero sabe muy bien a dónde hay que ir. Él es el rey, que apenas se mueve pero aguanta hasta el final de la partida.
– El rey Baltasar –contestó Luis, riendo–. ¡Qué curioso!
– No te rías –replicó la niña, algo molesta–. Es mucho mejor que ese rey. El abuelo trae objetos maravillosos todos los días del año.
Luis sintió la mirada de Baltasar tras el mostrador, y al volverse comprobó que allí estaba, majestuoso, contemplando su valiente ejército de reliquias. No podía obligarle a cerrar la tienda. Era un rey.