TALLER DE ESCRITURA

Propuesta de escritura: carta a un antepasado

Hoy te propongo una consigna de escritura inspirada en el Diario para el aprendiz de escritor, de la autora Susie Morgenstern. Este libro contiene una propuesta para cada día del año, muchas de ellas basadas en la vida cotidiana. Además, viene acompañado de las cómicas y entrañables ilustraciones de Theresa Bronn, protagonizadas por un gracioso taco de folios que aspira a ser novela y que va creciendo a medida que el calendario avanza. En principio, se trata de una obra dirigida a los más jóvenes, pero creo que podrás sacar partido de sus disparadores creativos tengas la edad que tengas.

El gracioso protagonista de "Diario para el aprendiz de escritor"
El gracioso protagonista de «Diario para el aprendiz de escritor»

La propuesta que te traigo hoy dice así: Escribe una carta a uno de tus antepasados, a quien no has llegado a conocer, pero del que a menudo oyes hablar. Cuéntale quién eres y por qué te hubiese gustado llegar a conocerle. ¿A que ya estás buceando en tu árbol genealógico mental? ¿Has encontrado a ese antecesor o antecesora con quien te gustaría comunicarte?

Te sugiero que te plantees la actividad de la siguiente manera: dedícale un máximo de 20 minutos y escribe sin parar, soltando todo lo que se te vaya ocurriendo. Ya tendrás tiempo para pulir tus ideas en la revisión. Además, te propongo que, si no te ha venido ningún antepasado a la cabeza, te lo inventes: ¿no te habría encantado descender de Shakespeare, de Sócrates o de Juana de Arco? O, sumergiéndonos aún más en el terreno fantasioso, ¿te imaginas que la Alicia de Lewis Carroll fuera tu bisabuela? Deja que tus palabras vuelen, seguro que te llevan por terrenos inesperados.

Si no te animas a escribir sin brújula, las siguientes preguntas pueden ser útiles para orientar tu escritura. Puedes usarlas para hacer un bombardeo de ideas o para saber cómo continuar a medida que vas escribiendo tu carta:

– ¿Cómo se llama tu antepasado?

– ¿Dónde vivía?

– ¿Cuáles eran sus costumbres, y su carácter?

– ¿Qué dicen de él tus padres y tus abuelos?

– ¿Has encontrado información sobre él en alguna parte (periódicos, revistas…)? 

– ¿Os parecéis en algo? ¿En qué? ¿En qué no?

– ¿Cómo sería vuestra relación si os conocierais?

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RELATOS

El culpable no era yo

Señalando enfadada al culpable, María empezó a pegar voces. Sito pensó que todo el edificio la estaría oyendo; tal vez, incluso, la ciudad entera. Hasta sentía el suelo vibrar, tal era la potencia de las cuerdas vocales de su madre. ¡Ja! Por lo menos, esa vez, el culpable no era él, sino un niño un poco demacrado que estaba aguantando aquel rapapolvo sin haber hecho nada. ¡Pobre infeliz!

En realidad, había sido Sito el que había amañado la escena para que pareciera que lo habían tirado del columpio. ¡Si hasta le había pedido a aquel enclenque que le empujara más fuerte! Lo importante era ver a aquella mujer, la que lo había parido, luchando a brazo partido por él, su hijo, y no ser siempre el blanco de la atronadora vibración de su voz, de la vertiginosa inclinación de sus cejas fruncidas, de la descomunal dilatación de sus pupilas…

De vuelta a casa, mientras su madre lo llevaba agarrado de la mano con paso firme, Sito no paró de cantar feliz: «El culpable no era yo, mamá, el culpable no era yo».

RELATOS

Castillos de arena

castillo de arenaRompen las olas contra la arena mojada, mientras mi cubo y yo nos acercamos a la orilla con andares de pato. El sol se va acercando al horizonte, y la brisilla anuncia que pronto tendré que volver a casa y decirle adiós a otro día de playa.

Vaya, parece que mis padres siguen charlando, sentandos en las toallas. Vuelvo a concentrarme en el castillo que estoy construyendo, en sus almenas y sus murallas.

No sé cuánto tiempo llevo afanada en mi tarea, porque este lugar no admite relojes. Solo sé que mi madre ha aparecido varias veces, dos de ellas para embadurnarme de crema los hombros y la espalda, la tercera para ponerme una visera, porque decía que se me iban a derretir las ideas.

Ahora mi gorra está llena de arena, porque no paro de sujetármela con la mano derecha, para que no se me resbale y salga volando como una cometa. Huelo a playa, y cuando me paso la lengua por los labios encuentro granos de sal.

Mañana haré una escultura con el cubo, la pala y los moldes de estrellas de mar. Igual me queda como esas tan chulas que le vi hacer a un artista cuando estuvimos de vacaciones en Málaga, aunque el del tiempo ha dicho que va a llover.

Mi padre está sacudiendo su toalla, y mi madre me está haciendo gestos para que vaya. Qué pena, tenía casi acabados los pasadizos del castillo. Como siempre, escribo mi nombre en la arena antes de irme. Es una forma de decir que he estado allí, aunque luego la marea venga de puntillas y lo engulla.

Voy despacio hacia donde mi familia me espera impaciente. Todavía hay algo de luz, y tiene un color parecido al amarillo de los semáforos. Ámbar, creo que se llama. Áaaambar, con tilde en la primera a. Me gusta esa palabra.

Cuando llegue a casa, llenaré la bañera de espuma y echaré sales de baño azules para que parezca que son las olas del mar. Después quizá me lleven a cenar por ahí.

Miro atrás por última vez. Mi fortaleza sigue en pie, aunque sé que mañana será como si nunca hubiera existido. Pero para eso todavía queda mucho.

 

 

 

RELATOS

La reina de la fiesta

– ¿Te puedes creer que la fiesta no fue un éxito? Clara la había preparado con tantas ganas… Era la primera vez que celebraba su cumple con otros niños –Ana, su madre, se recolocó el teléfono entre la oreja y el hombro derecho para seguir hablando mientras daba la vuelta en la sartén a los filetes de la cena y encendía la campana extractora–. La primera vez, de hecho, que algún amigo suyo venía a visitarla.
– ¿Y qué pasó, hija? –preguntó Manuela, la abuela de Clara.
– Que invitó a toda su clase. Les dijo que iba a organizar un guateque, aunque creo que la mayoría ni se enteraron de lo que quería decir con eso, y que tenían que ir disfrazados de lo que quisieran…
– Bueno, y se disfrazaron, ¿no?
– Sí, sí, disfrazados estaban, pero ésa no es la cuestión. El problema es que la niña pensó que su fiesta les encantaría: preparó conmigo sándwiches, pinchos de tortilla, pizza y hasta una tarta de chocolate… ¡Yo sólo le ayudé a hornearla! Hasta se empeñó en hacer ponche sin alcohol, como en las pelis americanas…

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– Ay, tanta porquería. Qué empacho… –la interrumpió Manuela.
– Mamá, que te me vas por los cerros de Úbeda. Iba a decir que, además de todo el condumio, habíamos preparado el salón para que pudieran merendar y bailar a gusto. Mi hija se pasó horas seleccionando música –continuó Ana, sacando los filetes de la sartén y apilándolos en un plato.
– ¡Vamos, que preparasteis el pack completo!
– Efectivamente. Quería que bailaran, que les gustara la merendola, que se relacionaran entre sí… Y los chiquillos de diez años todavía no disfrutan de eso. Qué pena de mi Clara, disfrazada de bola plateada de discoteca… ¡Con lo guapa que estaba! –exclamó Ana, compungida.

– Jesús, pero, ¡¿qué pasó?! –respondió su madre–. ¿Rompieron algo, le hicieron algo a la niña?

– No. Fueron a lo suyo, simplemente. Algunos se pusieron a jugar con la consola, otros se quedaron quietos cerca de la comida, no fuera a ser que se la robaran, y un grupo de niñas, todas ellas disfrazadas de Campanilla, empezaron a hacer el pino puente, el spagat y otros ejercicios peligrosos para sus piños y para mis muebles. De hecho, en un giro casi le parten la nariz a Gonzalo, el nieto de tu vecina Ana Mari.

– ¿Y tú no pusiste un poco de orden, hija?

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– Yo habría organizado algún juego, pero no veas en qué plan está Clara últimamente. Que la celebración saliera mal la tenía asustada, pero que yo mediara la aterrorizaba. Así que nada, la dejé a su aire.
– ¿Y qué hizo?
– Al principio intentó que los rebeldes de la consola, los tragones y las gimnastas acrobáticas dejaran lo que estaban haciendo… Pero ya te digo que la cosa no pitaba –suspiró Ana, mientras llevaba la carne a la mesa del comedor y le indicaba por señas a su marido que había puesto un tenedor de más y un cuchillo de menos.
– Y entonces…
– Entonces, hizo algo que me sorprendió. Cogió el iPod, buscó la canción esa de “volaré, o-oh, cantaré, o-o-o-oh”, la puso a todo volumen y ahí que se puso a saltar y dar vueltas. Parecía, talmente, una bola discotequera.

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– Qué salada es mi nieta.
– Ya ves. Yo esperaba que al verla tan entusiasta el resto se le uniría, pero siguieron a lo suyo. Ella, de todos modos, continúo baila que te baila; es más, cuando los niños se tuvieron que ir a casa, me ayudó a recoger las sobras del banquete, retiró las mesas y me pidió permiso para seguir con su música otro rato más.
– Parece que al final se lo pasó bien y todo…
– Sí, eso parece porque esta tarde, al volver del cole, va y me dice toda seria: “Mami, no sé por qué tenía tanto miedo de que el cumple saliera mal. Hoy todos me han dicho que se lo pasaron bomba”. A mí lo que me tenía preocupada era qué tal se lo había pasado ella, así que le contesto: “¿Y tú, cariño? ¿Tú qué tal lo pasaste?” Y ella va y suelta: “¡Como nunca!” Así que ya ves, mamá: parace que, al final, ella solita se apaña.
– Pues claro que sí, ¡pero si ya es una moza! –remachó Manuela.
– Sí, tal vez tengas razón. Gracias, mamá –dijo Ana, con una sonrisa de alivio.
– De nada, hija. ¡A mandar!

RELATOS

La niña del lazo

Solía ir al colegio andando. Soltaba bostezos que iban marcando el trayecto. Tres bostezos y la mujer que abría puntual la persiana del bar; cuatro bostezos y, del portal de las casas azules, la niña del lazo saliendo de la mano de su hermana mayor. Iban a un colegio cercano al mío. Bajábamos todos por la avenida de los diez bostezos, la más larga y gris a aquellas horas. Había mucha más gente, pero yo solo recuerdo un lazo que caminaba casi levitando, impulsado por el viento. La mayoría de las veces era rojo, aunque solía ser verde los jueves y azul los viernes.

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No sé si aquella niña llevaba lazo los fines de semana, o si los adornos de su pelo reposaban dormidos en un neceser los sábados y los domingos. Me gustaba pensar que, esos días, su color podía ser dorado de felicidad, o tornasolado como el arcoíris. Tampoco recuerdo muy bien su cara, ni la de su hermana. Las adelanté alguna vez, pero nunca miré hacia atrás. Ellas no me adelantaban nunca. Caminaban en silencio, ajenas a la prisa. Ni siquiera las escuché bostezar.

Ahora ya voy a la universidad. Salgo de casa y ando en dirección contraria al colegio. A veces me siento como un fugitivo, escapando de aquel pupitre y del camino de los bostezos. Pero entonces me acuerdo de un inmenso lazo que cubría paso a paso el recorrido. Pienso si esa chica habrá crecido, si saldrá ya sola del portal y surcará la avenida propulsada por su cinta de tela roja. Y entonces, en el lapso de cinco bostezos que tardo en llegar a mi nuevo destino, siento nostalgia de aquellos días.


Imagen extraída de: http://fashionandhappify.info/wp-content/uploads/2013/06/bow-cute-girl-hair-ribbon-Favim.com-85722.jpg

RELATOS

La regla básica del juego

Inauguro la sección de relatos de este blog con «La regla básica del juego», el primer cuento que mandé en septiembre de 2012 al taller de escritura creativa «Móntame una escena» de Literautas. ¡Espero que os guste! 🙂

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Luis lo vio de refilón mientras se acercaba al mostrador de Baltasar, y entonces cambió la dirección de sus pasos. No podía creerlo: aquel ajedrez de madera era idéntico al de su abuelo Julián. La robustez de sus piezas blancas y negras, la textura algo rugosa los cuadros del tablero, la estilizada forma de los peones… En su cabeza se entremezclaron trazos de las partidas que había jugado cuando era niño, y recordó la regla más básica, aquella que el abuelo Julián tantas veces le había repetido: “los reyes deben resistir, aguantar protegidos, pase lo que pase. Aunque pierdan todo su ejército”.

Datos de la imagen: "LESSON #3: ON STARTING SMALL", de theshanghaieye, extraída de Flickr. http://www.flickr.com/photos/60179192@N00/246360813

Ahora, treinta años más tarde, Luis encontraba aquellos reyes de madera en el local que tenía pensado alquilar a una cadena de peluquerías. Al fin y al cabo, Baltasar debía convencerse de que una tienda de antigüedades no era rentable en tiempos de crisis. Además, ya estaba a punto de jubilarse, y había disfrutado de su pasatiempo durante muchos años a un alquiler bastante bajo, mucho menor que el que ofrecían pagar los peluqueros.

Absorto en sus pensamientos, Luis no se dio cuenta de que Julia, la nieta del anticuario, estaba a su lado contemplando el ajedrez. Era una niña pequeña, no llegaría a los diez años, y su flequillo asomaba justo por encima de la balda donde estaba expuesto el juego.

– ¿Sabes jugar? –le preguntó Luis.

– Sí –respondió Julia, con voz cantarina–. El abuelo Baltasar me ha enseñado, aunque siempre pierdo. Me ha dicho que, sobre todo, me esfuerce en proteger al rey, y que así todo lo demás irá solo.

– Tu abuelo tiene mucha razón. Eres una chica lista, seguro que aprendes rápido.

– ¡Sí! Mi abuelo dice que soy como la reina, que puede ir a todas partes pero sabe muy bien a dónde hay que ir. Él es el rey, que apenas se mueve pero aguanta hasta el final de la partida.

– El rey Baltasar –contestó Luis, riendo–. ¡Qué curioso!

– No te rías –replicó la niña, algo molesta–. Es mucho mejor que ese rey. El abuelo trae objetos maravillosos todos los días del año.

Luis sintió la mirada de Baltasar tras el mostrador, y al volverse comprobó que allí estaba, majestuoso, contemplando su valiente ejército de reliquias. No podía obligarle a cerrar la tienda. Era un rey.

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Datos de la imagen: LESSON #3: ON STARTING SMALL, de theshanghaieye, extraída de Flickr.