RELATOS

El culpable no era yo

Señalando enfadada al culpable, María empezó a pegar voces. Sito pensó que todo el edificio la estaría oyendo; tal vez, incluso, la ciudad entera. Hasta sentía el suelo vibrar, tal era la potencia de las cuerdas vocales de su madre. ¡Ja! Por lo menos, esa vez, el culpable no era él, sino un niño un poco demacrado que estaba aguantando aquel rapapolvo sin haber hecho nada. ¡Pobre infeliz!

En realidad, había sido Sito el que había amañado la escena para que pareciera que lo habían tirado del columpio. ¡Si hasta le había pedido a aquel enclenque que le empujara más fuerte! Lo importante era ver a aquella mujer, la que lo había parido, luchando a brazo partido por él, su hijo, y no ser siempre el blanco de la atronadora vibración de su voz, de la vertiginosa inclinación de sus cejas fruncidas, de la descomunal dilatación de sus pupilas…

De vuelta a casa, mientras su madre lo llevaba agarrado de la mano con paso firme, Sito no paró de cantar feliz: «El culpable no era yo, mamá, el culpable no era yo».

RELATOS

La reina de la fiesta

– ¿Te puedes creer que la fiesta no fue un éxito? Clara la había preparado con tantas ganas… Era la primera vez que celebraba su cumple con otros niños –Ana, su madre, se recolocó el teléfono entre la oreja y el hombro derecho para seguir hablando mientras daba la vuelta en la sartén a los filetes de la cena y encendía la campana extractora–. La primera vez, de hecho, que algún amigo suyo venía a visitarla.
– ¿Y qué pasó, hija? –preguntó Manuela, la abuela de Clara.
– Que invitó a toda su clase. Les dijo que iba a organizar un guateque, aunque creo que la mayoría ni se enteraron de lo que quería decir con eso, y que tenían que ir disfrazados de lo que quisieran…
– Bueno, y se disfrazaron, ¿no?
– Sí, sí, disfrazados estaban, pero ésa no es la cuestión. El problema es que la niña pensó que su fiesta les encantaría: preparó conmigo sándwiches, pinchos de tortilla, pizza y hasta una tarta de chocolate… ¡Yo sólo le ayudé a hornearla! Hasta se empeñó en hacer ponche sin alcohol, como en las pelis americanas…

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– Ay, tanta porquería. Qué empacho… –la interrumpió Manuela.
– Mamá, que te me vas por los cerros de Úbeda. Iba a decir que, además de todo el condumio, habíamos preparado el salón para que pudieran merendar y bailar a gusto. Mi hija se pasó horas seleccionando música –continuó Ana, sacando los filetes de la sartén y apilándolos en un plato.
– ¡Vamos, que preparasteis el pack completo!
– Efectivamente. Quería que bailaran, que les gustara la merendola, que se relacionaran entre sí… Y los chiquillos de diez años todavía no disfrutan de eso. Qué pena de mi Clara, disfrazada de bola plateada de discoteca… ¡Con lo guapa que estaba! –exclamó Ana, compungida.

– Jesús, pero, ¡¿qué pasó?! –respondió su madre–. ¿Rompieron algo, le hicieron algo a la niña?

– No. Fueron a lo suyo, simplemente. Algunos se pusieron a jugar con la consola, otros se quedaron quietos cerca de la comida, no fuera a ser que se la robaran, y un grupo de niñas, todas ellas disfrazadas de Campanilla, empezaron a hacer el pino puente, el spagat y otros ejercicios peligrosos para sus piños y para mis muebles. De hecho, en un giro casi le parten la nariz a Gonzalo, el nieto de tu vecina Ana Mari.

– ¿Y tú no pusiste un poco de orden, hija?

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– Yo habría organizado algún juego, pero no veas en qué plan está Clara últimamente. Que la celebración saliera mal la tenía asustada, pero que yo mediara la aterrorizaba. Así que nada, la dejé a su aire.
– ¿Y qué hizo?
– Al principio intentó que los rebeldes de la consola, los tragones y las gimnastas acrobáticas dejaran lo que estaban haciendo… Pero ya te digo que la cosa no pitaba –suspiró Ana, mientras llevaba la carne a la mesa del comedor y le indicaba por señas a su marido que había puesto un tenedor de más y un cuchillo de menos.
– Y entonces…
– Entonces, hizo algo que me sorprendió. Cogió el iPod, buscó la canción esa de “volaré, o-oh, cantaré, o-o-o-oh”, la puso a todo volumen y ahí que se puso a saltar y dar vueltas. Parecía, talmente, una bola discotequera.

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– Qué salada es mi nieta.
– Ya ves. Yo esperaba que al verla tan entusiasta el resto se le uniría, pero siguieron a lo suyo. Ella, de todos modos, continúo baila que te baila; es más, cuando los niños se tuvieron que ir a casa, me ayudó a recoger las sobras del banquete, retiró las mesas y me pidió permiso para seguir con su música otro rato más.
– Parece que al final se lo pasó bien y todo…
– Sí, eso parece porque esta tarde, al volver del cole, va y me dice toda seria: “Mami, no sé por qué tenía tanto miedo de que el cumple saliera mal. Hoy todos me han dicho que se lo pasaron bomba”. A mí lo que me tenía preocupada era qué tal se lo había pasado ella, así que le contesto: “¿Y tú, cariño? ¿Tú qué tal lo pasaste?” Y ella va y suelta: “¡Como nunca!” Así que ya ves, mamá: parace que, al final, ella solita se apaña.
– Pues claro que sí, ¡pero si ya es una moza! –remachó Manuela.
– Sí, tal vez tengas razón. Gracias, mamá –dijo Ana, con una sonrisa de alivio.
– De nada, hija. ¡A mandar!

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Las palabras de mi madre

Ella deseaba morir. Yo lo sé. Y no son palabras de consuelo que me dirijo a mí misma, porque su muerte me ha dejado tan fría como las aguas del lago Kawaguchi, donde hallaron su cuerpo apuñalado. No se puede querer a una madre a la que apenas se ha visto. La tía Kiyo me mira con cara de extrañeza, como si pensara que el vínculo sanguíneo que me une a su difunta hermana, la escritora Ayako Higeshiro, me llevaría a verter lágrimas por la pérdida, pero lo único que me entristece es conocer este lugar tan bello en estas circunstancias.

Estoy en un ryokan [1] cercano al monte Fuji. Antes he salido al jardín y he conseguido ver su pico nevado, aunque las nubes lo han enturbiado rápidamente. Kiyo pasa el tiempo en la habitación y ni siquiera se anima a bañarse en las aguas termales del hotel. Dice que yo tampoco debería hacerlo, por respeto a mi madre. Esta estuvo alojada en la habitación de al lado hasta el pasado martes, cuando la descubrieron flotando en el lago. Con ella estaba el señor Tanaka, su actual pareja, que quiere volver a Tokio en cuanto terminen los interrogatorios policiales. Es uno de los principales sospechosos, ya que se rumorea que tenía una relación amorosa con Rina Sawai, la editora de mi madre. Ambos podrían haber decidido acabar con su vida para quedarse con su herencia y acelerar las ventas de su último libro.

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Si ese es el caso, el señor Tanaka ha disimulado muy bien su sorpresa al descubrir que yo, Akari, soy la única heredera de Ayako Higeshiro. De hecho, él ni siquiera sabía que yo era su hija, porque ella siempre se había referido a mí como “mi bella y formal sobrina Akari”. Desde muy pequeña, yo había sabido que Ayako era mi madre y que no había querido hacerse cargo de mí. Al principio, la razón fue que era demasiado joven para cuidar de un bebé; después, cuando conoció a su primer marido, el empresario Kazuo Higeshiro, el motivo fue que él jamás se casaría con una madre soltera. Mi tía Kiyo renegó durante largo tiempo del egoísmo de su hermana menor, pero en el fondo deseaba quedarse conmigo, porque había enviudado sin poder engendrar un hijo.

Así pues, a efectos prácticos, Kiyo se convirtió en mi madre. Cuidó bien de mí, aunque nunca se atrevió a mostrarme demasiado afecto, como si al hacerlo le usurpase a Ayako el rol materno que esta nunca había reclamado. Con seis años, me contó la verdad. Ella era mi tía, y mi verdadera madre vivía muy lejos, en Londres, en compañía de un hombre muy rico. Al oír aquello, una enorme soledad se aferró a mi cuerpo infantil. La soledad dio paso a la rabia, que hasta el final de mi infancia volqué en la buena tía Kiyo.

Después, mi ira se evaporó. Dejé de perseguir el sueño de una madre que solo habitaba mi cabeza. Ayako nos visitó un par de veces y yo interpreté el papel de la bella y formal sobrina Akari. Ella, a su vez, fue la tía elegante, la escritora que empezaba a despuntar, la que vivía un ideal que a los demás nos estaba vedado. Tardé muchos años en leer un libro suyo, porque pensaba que al levantar la cubierta aparecería burlona la imagen de una mujer triunfadora, radiante a pesar de haberme abandonado. Solo lo hice cuando Genki, mi primer novio, me leyó un fragmento de la que él denominaba su escritora favorita. Aquella prosa de azules y grises fue un bálsamo que recubrió mi ánimo apagado, como si hubiera encontrado un alma capaz de disolver su tristeza con la mía.

Ella deseaba morir, aunque han sido otros los que han destruido su cuerpo. Me lo dice el vacío que se cuela entre las páginas de sus novelas, la melancolía que aquella mujer trataba de mitigar a través de la escritura. Para mí, la muerte de Ayako Higeshiro no significa nada; son sus palabras las que me reconfortan como la madre que nunca tuve, y estas se quedarán conmigo para siempre.


[1] Alojamiento tradicional japonés, habitualmente empleado como hospedaje de lujo. Sus habitaciones suelen incluir un piso con tatami, baños termales colectivos y sofisticada cocina típica.